domingo, 28 de junio de 2009

DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII AL SEÑOR RAÚL YRARRÁZAVAL,NUEVO EMBAJADOR DE CHILE ANTE LA SANTA SEDE* Sábado 29 de diciembre de 1951

Señor Embajador:


Cual símbolo de una esperanza, tan lisonjera como rica en promesas, recibimos hoy a un Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Chile, cuyo ilustre apellido es el mismo de aquel que, bajo el pontificado de Nuestro Predecesor de santa memoria Pío IX, tuvo el honor de ser el primer representante diplomático de su país ante esta Sede de Pedro; a una personalidad que, en los mismos términos con que ha acompañado la presentación de sus Cartas Credenciales, ha dejado va entrever los nobles sentimientos con que da principio a su alta misión.


Son afectos brotados espontáneamente del conocimiento de aquellos íntimos vínculos que unen al fiel pueblo chileno con esta Santa Sede; vínculos que es imposible separar de su historia, desde los días en que aquel remoto «confín del mundo» se abría a los ojos atónitos de los atrevidos descubridores, hasta. los tiempos más recientes, cuando, por ejemplo, el nombre de Chile recorría en triunfo la vieja Europa en el verbo facundo de un gran chileno y un gran prelado: Don Ramón Ángel Jara, obispo de La Serena.


Pero estos lazos, Señor Embajador, sabe perfectamente Vuestra Excelencia que no significan sólo una tradición nobilísima; toda la parte sana de su pueblo los concibe justamente como una función actual, viva y vivificante, de la que fluyen insustituibles impulsos morales hacia una gradual, y al mismo tiempo vigorosa, solución de los problemas que agobian hoy a la humanidad bajo todos los cielos.


Como descendiente de alguien que, con los audaces conquistadores, holló entre los primeros la tierra chilena y fue consiguientemente testigo, no sólo de la epopeya que mereció ser cantada en estrofas inmortales, sino también de la pacífica conquista realizada por los soldados de la Cruz, Vuestra Excelencia sabe comprender perfectamente la parte predominante que jugaron las ansias misioneras de la Madre Patria en la formación espiritual de aquellos numerosos países de América que, como el noble pueblo chileno, se precian de haber recibido de ella la verdadera Religión y la lengua y cultura hispánicas.


Como aprovechado alumno de la Universidad Católica de su espléndida capital, ha podido penetrarse íntimamente de las ideas y de los sublimes fines que entrañan la concepción cristiana del Estado y de la ordenación social.


Como experto organizador, finalmente, en las filas de «Pax Romana» y de la Acción Católica, ha podido profundizar en la doctrina y en las metas espirituales que la Iglesia se propone, sacando del Santo Evangelio el vigor necesario para combatir en favor de una paz, que haga justicia a todos los pueblos y les allane los caminos del auténtico progreso.


Ahora aquí, en la Eterna Ciudad, sucediendo a su insigne predecesor, se abre a Vuestra Excelencia un nuevo campo de trabajo donde podrá, conseguir méritos imperecederos para el verdadero bien del pueblo chileno —tan próximo siempre a. Nuestro corazón y tan continuamente presente en Nuestras preocupaciones pastorales—, contribuyendo a que las enseñanzas que emanan de esta Cátedra apostólica, se difundan más y más y en círculos cada vez más amplios del pueblo chileno, y promoviendo su fiel y vigorosa, actuación.


Ninguna nación —sean los que sean su desarrollo histórico, su posición geopolítica, su estructura social o las riquezas de su suelo— tiene nada que temer para su autoridad y para su prosperidad sana y fecunda, de la aplicación, incluso integral, de los principios de vida cristiana en los individuos y en la sociedad.


Cuanto de mayor libertad goce la Iglesia para llevar el Evangelio de Cristo a la educación de la juventud en todos sus grados, al perfeccionamiento de la vida de familia y a la formación del ambiente social y de caridad, tanto más hacedera le resultará la adaptación de sus cuidados pastorales a las necesidades urgentes —y hasta ahora por desgracia no satisfechas— de amplios sectores sociales del pueblo, haciendo crecer igualmente cada vez más en todos el sentido de la solidaridad; el Estado ganará en prestigio moral y en la voluntad de resistir a las fuerzas disolventes que quieren poner en peligro sus cimientos más sólidos y fundamentales.


Ninguna cosa Nos podría servir de mayor satisfacción que el poder comprobar que en la tierra chilena se deja campo libre a esta función maternal de la Iglesia, superando todas las divisiones de los partidos. Porque cuando la Iglesia consigue ejercitar su benéfico influjo, automáticamente se difunde un clima donde el amor de patria y el ansia de progreso y de justicia social estrechan —con verdadero espíritu religioso— una fecunda alianza, cuya dinámica evolución abrirá al porvenir de la nación una fuente inagotable de bendiciones.


De las opiniones diversas y de las tendencias políticas antagónicas entre católicos —aunque querramos considerarlas como un simple hecho humano explicable y acaso hasta inevitable— no podría no seguirse una dolorosa desgracia: la de que los hijos de una misma fe lleguen a olvidar, sin que les sirva de despertador la inminente amenaza de los enemigos de Jesucristo, el ineludible deber que tienen de permanecer unidos, aun a costa del sacrificio de algún punto de vista personal, para defender su creencia común y para proteger a su común Madre, la Iglesia, contra los asaltos de la negación religiosa.


Nuestro pensamiento vuela todavía. un momento a su hermoso país, que en su misma dilatada extensión parece llevar la promesa de todo bien natural; y en su privilegiada posición se diría haber sido reservado como rincón donde pudieran refugiarse para siempre la belleza, la gentileza, y hasta la suavidad del aire que lo orea.


¡Qué el Señor le conceda también los dones espirituales que Nos, en estos solemnes momentos, le deseamos!


Con profundo reconocimiento por sus manifestaciones en favor de la labor, que continuamente Nos ocupa, en pro de una progresiva distensión y pacificación entre las clases sociales y las naciones, enviamos Nuestro cordial saludo al Excelentísimo Señor Presidente de la República y a los miembros de su Gobierno, mientras que, invocando las gracias del Omnipotente y la protección de la Virgen del Carmen, «Reina de Chile», sobre este amadísimo pueblo, damos de todo corazón a Nuestros hijos, a Nos unidos por la fe y el amor, la Bendición Apostólica.
* AAS 44 (1952) 184-186.

La Santa Sede reconoce la Independencia de Chile

Catedral y Palacio Arzobispal de Santiago hacia 1800.

Un 13 de abril de 1840 el Vaticano reconoce oficialmente la independencia de Chile, gracias a las gestiones realizadas por Francisco Javier Rosales, encargado de negocios en Roma. Se establece un "modus vivendi" que dura hasta 1880 para resolver sobre los nombramientos de obispos.



Ya en esta época existen en el país 460 clérigos y 546 frailes.


LÁMINAS
Una vez que el Papa reconoció de hecho la Independencia de Chile, erigió al obispado de Santiago, elevó a Catedral la Iglesia Metropolitana, independiente del arzobispado de Lima, y creó además los obispados de La Serena y Ancud. En la imagen Catedral y Palacio Arzobispal de Santiago hacia 1800.


La Independencia de Chile fue reconocida oficialmente por la Santa Sede durante la administración del Presidente Joaquín Prieto Vial el 13 de abril de 1840, pero con reparos, debido a que se mantenía el ejercicio del Patronato, concesión Papal otorgada a los Reyes Católicos, en un momento crucial de la vida europea.


El Patronato defendía el derecho del monarca a mantener su tuición sobre la Iglesia como una concesión papal, lo que Chile dejó establecido en su Constitución de 1833, continuando con las atribuciones regalistas que venían ejerciendo los monarcas españoles al momento de producirse la independencia.


Este criterio lo compartían las nacientes Repúblicas americanas, quienes sentían que sus gobiernos eran herederos jurídicos de la monarquía castellana y, por lo tanto, detentadores autorizados de todas sus regalías.



En los países, recientemente independizados, la pugna jurídica adquirió caracteres de tirantez verdaderamente apasionada, mientras tanto, en Chile, Andrés Bello López buscó una fórmula conciliadora: "El Gobierno proponía los candidatos a los cargos vacantes, y el Papa proveía la lista de acuerdo con el Gobierno, pero este último invocando al Patronato, extendía los nombramientos".


A su vez, la Iglesia gozaba de autoridad y privilegios aun en el orden temporal, los sacerdotes eran sólo justiciables ante los tribunales eclesiásticos; la constitución civil de la familia se regía por el Derecho Canónico y estaba sometida a la jurisdicción de los obispos, sólo era permitido en el país el culto católico. En cambio, el Gobierno tenía intervención en el nombramiento de los prelados, y las leyes de la Iglesia sólo eran obligatorias en virtud del consentimiento del poder civil.


El negociador


Con todos estos argumentos el Gobierno de Prieto designó como Encargado de Negocios ante la Santa Sede a Francisco Javier Rosales, quien tuvo como misión no sólo el obtener el reconocimiento de la Independencia de Chile, sino también la subrogación del Patronato por parte del gobierno chileno.


En la propuesta de Rosales, el Vaticano vio la oportunidad de recobrar su derecho y el Papado pugnó por liberarse de la injerencia Estatal en los asuntos eclesiásticos, al cambiar las circunstancias históricas que motivaron el establecimiento del Patronato.



La Iglesia consideró la "sugerencia filial", aportada por Bello, como una muestra de colaboración.


Finalmente las largas gestiones efectuadas por Rosales tuvieron éxito cuando el Papa reconoció de hecho la Independencia de Chile, y erigió al obispado de Santiago, siendo elevada a Catedral la Iglesia Metropolitana, independiente del arzobispado de Lima, y creó además los obispados de La Serena y Ancud.


Pero rechazó el Patronato, aceptando el "pase constitucional", como se llamó a la figura protocolar de la "Súplica Filial". Sin embargo, la Santa Sede insistió que estas actuaciones las hacía de motus propio, es decir, sin el reconocimiento de la figura del Patronato.


Este sistema permaneció sin mayores problemas hasta el Gobierno de Domingo Santa María González, el Presidente "de las leyes laicas".